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El pueblo afro: la hora de la justicia
Celestino Cesáreo Guzmán
“…Soy el negro de la costa
de Guerrero y de Oaxaca.
No me enseñen a matar,
porque sé cómo se mata, y en el agua sé lazar
sin que se moje la riata…”.
Así cantan los pueblos afromexicanos de la Costa Chica de Guerrero y de Oaxaca; no por nostalgia ni por vanidad, sino porque en sus venas corre la historia no contada de México.
Una historia que no empezó en el Virreinato ni en la Independencia, sino mucho antes, en la sangre arrancada de África, especialmente de El Congo y Angola, y sembrada a la fuerza en los cañaverales de la Costa Chica de Guerrero, principalmente en los municipios de Cuajinicuilapa, San Nicolás, Azoyú, Juchitán, Ometepec, Copala y Marquelia, así como en el distrito de Jamiltepec en Oaxaca, conformado por 24 municipios.
Pero existen poblaciones importantes de afrodescendientes en Chiapas, Coahuila, Michoacán y Veracruz.
Las entidades con mayor presencia de población afromexicana son Guerrero con el 6.5 %, Oaxaca 4.9 % y Veracruz 3.3 %.
En todo el país, solo el 1.16 % de la población nacional se identifica como afromexicana.
Así se escribieron muchas historias, como la del negro Yanga en Veracruz, Gaspar Yanga, que se rebeló a la corona española, al yugo de la esclavitud y fundó el primer pueblo libre de su tiempo, allá por el año 1600.
Le siguieron los libertadores José María Morelos, Vicente Guerrero y muchos más.
Hoy, esa epopeya escrita con sudor y sangre encuentra eco en la Constitución. Las reformas aprobadas recientemente en el Congreso de la Unión y en el Congreso local reconocen por fin a los pueblos y comunidades afromexicanas como sujetos de derecho público. Es decir, con personalidad jurídica, autonomía y patrimonio propio. No es poca cosa: es el principio de una reparación histórica largamente postergada.
La Constitución ahora dice que el Estado debe garantizar su derecho a la libre determinación, a vivir según sus usos y costumbres, a conservar su patrimonio cultural, a participar políticamente, a hablar su lengua, a recibir educación con pertinencia cultural y a ser visibilizados en censos y programas sociales.
Pero no basta con decirlo. El pueblo afro ha sido tantas veces nombrado y tan pocas veces escuchado, que las palabras en papel —por muy bien redactadas que estén— no garantizan el respeto ni la inclusión. Lo saben bien los pueblos de nuestro estado que colindan con Oaxaca, donde los caminos siguen de terracería y la señal de internet es un milagro.
La música y la danza afromexicana, como el son de artesa o el fandango de tarima, así como los famosísimos diablos, que es una danza en la que usan máscaras con barbas y flecos hechos con crines y colas de caballo y portan ropas de harapo, conformada por 12 personas, va precedida por el “Diablo Mayor” o “Tenango”, que representa el papel de capataz o patrón, y la “Minga” o “Bruja”, que es personificada por un hombre que usa ropas consideradas de mujer mientras carga un muñeco.
Y así, con su música, sus danzas, sus usos y costumbres, han sido vehículo de resistencia. Han contado lo que los libros ocultaron: que los negros también construyeron esta nación. Que también pelearon en la Independencia, también trabajaron la tierra, también cuidaron la lengua, también soñaron con libertad.
Por eso, la reforma no es un obsequio: es una obligación ética del Estado mexicano. Y aunque representa un logro, también abre un frente de trabajo monumental para que se traduzca en políticas públicas reales. Porque no hay transformación sin presupuesto, sin funcionarios capacitados, sin participación comunitaria, sin respeto a la identidad.
El frente, en efecto, es estrecho. ¿Cómo operativizar esta reforma en Guerrero? ¿Cómo garantizar que los programas sociales lleguen a las comunidades afro con enfoque intercultural? ¿Cómo proteger el patrimonio afro sin volverlo mercancía turística? ¿Cómo incluir al pueblo afromexicano en la planeación del desarrollo si ni siquiera tiene representación proporcional en la mayoría de los cabildos?
El reto está en que las políticas públicas sean construidas con las comunidades, no solo dirigidas a ellas. Que se reconozcan sus liderazgos, sus asambleas, sus formas propias de organización y de justicia.
Que no se impongan modelos ajenos. Que no se les encierre en un rol decorativo de folclor para los desfiles del 12 de octubre, sino que se les reconozca como protagonistas del presente y del futuro de Guerrero y de México.
El Estado mexicano debe entender que el respeto se gana, no se impone. Que en los pueblos afromexicanos de Guerrero hay sabiduría, dignidad y capacidad para autogobernarse. Que el desarrollo con identidad es posible y necesario. Que no se puede hablar de justicia social sin mirar a quienes han sido sistemáticamente excluidos.
Por eso, la armonización constitucional es apenas el primer paso. Ahora vienen las leyes secundarias, las reglas de operación, los presupuestos etiquetados, los censos diferenciados, la formación de servidores públicos con enfoque afrodescendiente y la participación directa en la toma de decisiones.
México tiene una deuda con su raíz africana. Guerrero, más todavía. Porque aquí no solo está la cuna de la negritud mexicana, también está la oportunidad de ser vanguardia en inclusión, equidad y justicia cultural. Que el corazón de la nación reconozca al fin a quienes lo han sostenido en silencio, con machete en mano y tambor en el pecho.
Y si todavía quedan dudas, basta con ir a la Costa, con escuchar a la abuela que canta chilenitas mientras muele cacao, con ver al niño que baila al ritmo de la marimba sin saber que es descendiente de guerreros. Allí está la respuesta: el pueblo afromexicano no pide caridad, exige justicia. Y esta vez, el Estado no puede volver a fallarles. Veremos.