Migrar no es delito
Por más de un siglo, millones de mexicanos han cruzado la frontera norte en busca de trabajo, oportunidades y esperanza.
En el rostro de cada trabajador en California, Texas,
Nuevo México, Arizona, Colorado, Nevada, Utah, Atlanta y Nueva York,
también la angustia llega a la enfermera en Houston o al estudiante en Chicago; se refleja el alma de un país que expulsa por necesidad y que, a pesar de todo, mantiene su rostro en alto. Hoy, ese rostro vuelve a estar bajo ataque.
Donald Trump, en su regreso al primer plano político, ha lanzado una embestida frontal contra la comunidad migrante. Desde su retórica xenófoba hasta la movilización de la Guardia Nacional en “ciudades santuario” como Los Ángeles, la narrativa es clara: criminalizar la pobreza, utilizar al migrante como chivo expiatorio y alimentar una base política basada en el odio y el miedo.
Mientras el mundo seguía su pleito interno con Elon Musk, con universidades de élite y los incendios por altas tarifas; Trump cambia la atención del orbe iniciando una guerra interna contra los migrantes en Los Ángeles en contra del gobernador. Todo en una semana.
La operación “Safeguard” —que en nombre de la seguridad ha desplegado a más de 4,700 elementos de la Guardia Nacional y marines— tiene un rostro claramente político: utilizar al migrante como enemigo interno, como distractor electoral, como blanco fácil. Su objetivo es apuntalar su alicaída popularidad, su guerra discursiva contra los ilegales que ha sido el puntal con el que ha construido su movimiento político que lo ha encumbrado en Washington. Apuesta al miedo y la indignación; ofrece proteger a la población blanca, ya que es su forma rápida y eficaz para lograr el apoyo de su base electoral.
Trump juega con fuego: su acción expulsa mano de obra necesaria y, con ello, causa pérdidas millonarias a amplios sectores de la economía estadounidense. Estos poderosos grupos reaccionan; en otros tiempos y con objetivos diferentes, golpearon los mismos bolsillos Lincoln y Kennedy, y les costó la vida.
Mientras tanto, siguen las redadas masivas. Van miles de detenidos en menos de dos semanas; siembra el terror en los barrios latinos.
Lo que está ocurriendo representa una amenaza directa a una comunidad de más de 38.4 millones de personas mexicanas que viven del otro lado de la frontera.
De ellos, al menos 11.5 millones nacieron en México y más de 4 millones se encuentran en condición migratoria irregular. El resto son ciudadanos estadounidenses de segunda o tercera generación, pero profundamente vinculados a su identidad mexicana.
En el rostro humano de esta crisis está la madre que teme ser deportada sin ver a sus hijos, el joven “dreamer” que ve derrumbarse sus planes. No bastan los comunicados.
Se requiere una política exterior más cercana a la calle, con mayor interlocución con organizaciones de migrantes y una narrativa poderosa que contrarreste el discurso de odio que se difunde desde sectores conservadores estadounidenses.
Migrar no es delito. Es sobrevivir, es sacrificio, es apostar por una vida mejor. Lo mínimo que debe hacer el Estado mexicano es protegerlos, defender su derecho al debido proceso y evitar que se les trate como moneda electoral en un juego que nada tiene de justo.
Los migrantes están dando una lección de dignidad. Por miles han salido a las calles a protestar en defensa de sus derechos, desafiando abiertamente las órdenes de Donald Trump.
México no puede ser espectador pasivo. Y no lo ha sido.
Desde México, la respuesta ha sido firme pero prudente, con una línea diplomática, activando los 53 consulados de México en EE. UU. como centros de atención jurídica y humanitaria, denunciando la criminalización de nuestros connacionales y defendiendo el principio de que migrar es un derecho humano. Urge dotar de más presupuesto a los consulados.
Las remesas enviadas por migrantes superaron los 64,700 millones de dólares en 2024, una cifra récord que representa cerca del 3 % del PIB mexicano.
Sin embargo, en abril de 2025 se registró una caída del 12 % en el envío de remesas, atribuida directamente al clima de miedo generado por la política migratoria de Trump. No es un dato menor: esta caída afecta a miles de familias mexicanas en estados como Guerrero, Michoacán, Oaxaca y Zacatecas, cuya economía depende en gran parte de ese ingreso. Y también alienta el envío irregular, aumentando los peligros y el fraude.
México tiene una oportunidad: recuperar la voz moral que durante décadas fue guía en América Latina. No con estridencias, pero sí con claridad: ningún gobierno, por poderoso que sea, tiene derecho a degradar la humanidad de otro pueblo.
Hoy más que nunca se requiere de la unidad nacional. A corto plazo se ve que las redadas van a continuar y las protestas también, de ahí que la exigencia debe ser clara: ni un migrante solo. Porque defenderlos es defender lo mejor de nosotros.
Ningún muro, ningún discurso de odio podrá apagar el derecho humano más profundo: la esperanza del inmigrante… tal cual lo entonan los emblemáticos Tigres del Norte:
“Soy emigrante,
cómo extraño a mi país,
a mis hijos y hermanos,
a mi madre idolatrada y
al amor que me lloraba
cuando me miró partir.
El emigrante, cómo debe de sufrir; quisiera ser el árbol
que no cruza las fronteras,
que se muere en su tierra
apoyado en su raíz.
Hay patrias que te cobijan
si les conviene,
y te violan los derechos
y tu forma de vivir.
Hay quienes se regresaron
de suelo extraño,
otros tantos
que se fueron
tan solo para morir.
Soy emigrante.”
Ánimo, paisanos: veremos.